martes, noviembre 29, 2005

¿Qué tiene el mar que nos hace añorarlo?

Nunca lo he echado de menos, pero sin embargo a veces me sorprendo imaginándome a su vera, sentado sobre la arena escuchando su rumor. Siempre he pensado que prefería ignorarlo, que podía encontrar más, o que me gustaba más lo que encontraba, en un valle oscuro rodeado de laderas frondosas. Puede ser porque cuando era niño el mar significaba las vacaciones de verano en alguna playa atestada de gente en la costa mediterránea, tardes bajo el sopor de las conversaciones debajo de las sombrillas y el olor a rancio y grasa quemada de los chiringitos. Cierto es que los juegos entre las olas eran lo mejor de esos días, pero nunca dejo de ser una superficie de agua sin mas significado que este. De un tiempo a esta parte el mar ha ido adquiriendo la forma de una presencia, de un ente individual. No puedo discernir cuando se opero el cambio, algo progresivo sin duda, pero que hace que de vez en cuando lo añore en mi Madrid de amarillas estepas castellanas. Es como si cuando te sientas a escucharlo el te habla a susurros de espuma meciendo en sus mareas tus orejas y tus ojos. Es entonces cuando dejas que se te descubra y a partir de ese momento le echas de menos como algo que no puedes comprender o que no hace falta hacerlo. ¡Ah!, y cuando lo sientes furioso golpeando contra las rocas de algún lugar de la costa atlántica. Le ves llegando con crestas blancas cuando todavía esta lejano, y sientes su fuerza, su absoluta determinación, su obcecación a estrellarse contra los barrancos, enfadado y poderoso. Cuanto más bravo más azul es, más profundo es ese azul absoluto. Y desaparece y vuelve a crecer a su antojo, caprichoso. Aunque sepa que el motivo es la luna todavía no me creo que esa inmensidad atienda a una razón tan pequeña, aun también sabiendo que la luna es mas pesada, más grande, más poderosa, no me lo parece. Además el mar tiene algo de indescifrable, de mágico. Intenta dibujar la luna. No hay problema, esbozaras su forma, su resplandor, su morfología. Harás una imagen de la luna, pero intenta dibujar el mar. Lo que dibujaras es la arena, los acantilados, las olas, la espuma, las crestas, pero todo lo que dibujes nunca será el mar. Así se convierte en una especie de espíritu, que inmenso y callado te habla en intimidad, pero nunca se muestra como es, sino a través de su furia, su calma, su tono de azul, su viento compañero y sus murmullos.
Para conocer la verdadera presencia del mar tu vida tiene que depender de su capricho.Ahora he pensado cuando puede haber cambiado su significado para mí de masa enorme de agua en vacaciones a lo que he intentado explicar. Aparte de haberlo conocido furioso y soberbio antes, fue en chile cuando me di cuenta de su naturaleza. Fue por navegarlo entre agua turquesa de glaciares y fiordos de abruptos acantilados, sobre olas que hacían inclinarse fácilmente el barco que antes me había parecido tan robusto, como si este estuviese borracho. Notar que estaba en sus dominios, a su merced. Esta sensación fue mucho más absoluta cuando lo navegue en un estrecho sobre un kayak. Éramos cuatro kayaks, creo recordar. El trayecto era cruzar este estrecho por la mañana y adentrase por unos canales. Más tarde almorzar en una iglesia y regresar al punto de partida retornando sobre nuestras paladas, ya por la tarde. La ida fue muy placentera, con una brisa leve y el sol sobre nuestras cabezas. Mas tarde, con la comida a base de pescado de la zona y los brazos un poco cansados (estuvimos echando carreras), emprendimos la vuelta. La región donde estábamos era al norte de la isla de Chiloé, que es conocida por lo imprevisto de su clima y el mar traicionero. A mitad del camino, justo cuando dejamos atrás los canales tranquilos el cielo se cubrió, el viento se encolerizo y una fuerte lluvia empezó a golpear el plástico del kayak. Enseguida, sin darnos tiempo casi de soltar algún juramento, nos vimos buscando la fuerza necesaria para remar contra unas olas enormes, dos o tres veces mas altas que la embarcación. Todo quedo rodeado por agua como colinas que serpenteaban alrededor. Teníamos que cruzar perpendicularmente el estrecho, pero no nos era posible, ya que las olas había que enfrentarlas con la proa recta hacia ellas. Si no lo hacías así hasta con las olas menos grandes el kayak amenazaba con volcar. Entonces, como en un parque de atracciones, te alzabas un instante sobre el mar viendo la tierra lejana, y enseguida volvías a caer pesadamente desapareciendo la punta del kayak bajo el agua. Era una lucha constante, una especie de juego peligroso con las olas, y ya no venias a nadie de tu grupo, estabas solo con el mar. Remabas fuerte, lo más fuerte que podías, pero no tanto como cuando por unos segundos encontrabas un hueco entre la bravura de las olas y girabas hacia tierra. Un aluvión de agua que te golpeaba después te indicaba que debías volver a torcer, y mas rápido y fuerte que antes. Al cabo de un rato los brazos ya no respondían, se movían sin notarlos, como si fuesen un añadido mecánico al cuerpo, el cuerpo que estaba calado hasta los huesos, con la humedad hasta en las piernas, que iban dentro del kayak y aisladas del exterior por una funda hermética. Esto te hacia preguntarte si empezaba a entrar agua dentro del casco, y esto a su vez te hacia hundir y tirar del remo mas rápido. A estas alturas la tierra ya te parecía lo mejor del mundo y también lo más lejano, y tenias esa especie de punzonada de miedo en la cabeza que te animaba a hacerlo todo mas metódicamente: ahora contra la ola, la paso, remo a un lado para girar, ¡rápido!, ¡fuerte!, contra la ola otra vez, la paso… Y tu ahí, pasándolas canutas, pero el mar no te odiaba, era fuerte, rugiente y poderoso, pero era a su vez acompasado, divino y melódico… mágico. No se cuento tiempo estuvimos remando como locos, quizás dos o tres horas, quizás solo una, no se. Se que se me hizo largísimo, eterno. Cuando al fin el kayak embarranco en las piedras de una playa me sentí extraño de no seguir remando dentro del mar, que otra cosa pudiera haber. Como he dicho, no se cuanto tiempo duro el cruce del estrecho, pero diré que terminamos como a cuatro o cinco kilómetros del punto de la costa donde deberíamos haber llegado. Si no hubiésemos tenido suficiente con remar tuvimos que hacer ese trayecto arrastrando los kayaks por la orilla. Mientras esto hacíamos me acudió una sensación casi mágica de alegría, ¡que mal lo había pasado, pero que bien me lo había pasado! Durante los tres días siguientes cada que vez que quería recordarla movía los brazos de plomo que se me habían quedado. Ahora cuando pienso en esa naturaleza del mar recuerdo ese día.


¿Qué prometieron a las olas por ir a morir tercas a la orilla del mar?